domingo, 10 de abril de 2011

El entierro de Lord Grandham

No hacía excesivo frío. Un carruaje tirado por caballos se dirigía hacia el cementerio seguido de una negra procesión. Era un día de gran solemnidad.

Durante la ceremonia, cuando el sacerdote terminó su discurso, los ojos de la aparentemente joven condesa viuda repararon en un rostro de las últimas filas que se le antojó peculiarmente familiar. No aquí, pensó, no ante el cuerpo insepulto de mi marido. Pero era demasiado tarde. La temperatura comenzó a ascender bruscamente; la cara familiar había desaparecido. “He venido a matarte de una vez por todas”, dijo una voz melodiosa en el oído de la condesa. Eso habrá que verlo.

La viuda dio un ágil salto y se colocó sobre la gigantesca lápida de mármol dedicada a su difunto marido. Se había movido varios metros por el aire a una velocidad de vértigo en uno de los movimientos más elegantes y extraños que los asistentes habían presenciado en toda su vida. Todos habían sentido el calor repentino y ahora, tras presenciar el salto no salían de su asombro. “Agradezco su asistencia y ahora me temo que he de pedirles amablemente que corran por sus vidas, de las que, de aquí en lo sucesivo, no podré hacerme responsable”, dijo la condesa en voz alta. Su voz cordial tenía un matiz gélido, un matiz no humano.

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